Crónica de un periplo didáctico de El Caleidoscopio
Hacer un viaje a un lugar desconocido es siempre una promesa de aventura, descubrimientos, aprendizaje y emociones. Si además de ello, resulta que la expedición te traslada mágicamente y después de solamente siete horas de carretera desde Valle de Bravo a millones de años atrás, cuando la zona por descubrir se encontraba cubierta por las aguas saladas de un mar somero, y que en algún momento del devenir de nuestro planeta Tierra se “esfumó”, dejando tras de si innumerables muestras fósiles de la vida marina y posteriormente terrestre que albergaba, es simplemente fantástico. Un grupo de cinco alumnos exploradores pertenecientes a El Caleidoscopio, liderados por Fernanda Pimentel y acompañados por Manu Garrod, retrocedimos en el tiempo viajando a San Juan Raya, una pequeña población de poco más de dos mil habitantes, enclavada en la Reserva de la Biósfera Tehuacán-Cuicatlán en el estado de Puebla. El viaje por carretera nos mostró la diversidad de vida vegetal que cambiaba paulatinamente, pero podríamos decir que no tuvimos ninguna gran sorpresa, hasta el momento en el que dejamos la carretera pavimentada para adentrarnos por un camino de terracería que nos llevaría a nuestro destino final. Estos últimos kilómetros nos permitieron descubrir un paisaje semidesértico plenamente poblado de orgullosos y erguidos cactus, enormes biznagas y múltiples muestras de plantas “suculentas”, las que ocasionalmente eran sobrevoladas por majestuosas águilas y pequeños halcones y la inesperada aparición de un zorro que cruzó elegantemente frente a nuestro transporte. De esta manera, los alumnos de El Caleidoscopio ratificaron su interés por vivir de primera mano y cara a cara lo que venían estudiando en las clases de botánica, zoología, geografía y astronomía. Después de plantar las tiendas de campaña y cenar, compartimos el calor de una fogata, mientras nos maravillábamos con la observación de una enorme cantidad de estrellas, como no es posible ver en los centros urbanos, en los que además de la sempiterna luz artificial, muchos de sus habitantes están atrapados por la T.V., el internet, la telefonía celular o el tráfico vehicular. El día siguiente de este viaje pedagógico lo iniciamos a las 5 de la mañana con una caminata, cuya oscuridad y silencio eran rasgados únicamente por la luz de nuestras linternas y la voz de Félix, nuestro guía local en esta expedición, quien nos condujo en total aislamiento hasta las faldas de un cerro conocido como “El Campanario”, donde esperamos el amanecer y calentamos nuestro almuerzo, consistente en unas deliciosas quesadillas con flor de cacaya, una planta de la región, que nos había preparado Doña Virginia, nuestra líder culinaria en este periplo. Llegar al pie de El Campanario nos llevó aproximadamente dos horas y media, trayecto que desandamos en casi tres horas más por otra ruta, atravesando un bosque de cactus y suculentas, en el que los alumnos tuvieron la oportunidad de encontrar, admirar, disfrutar y dejar in situ, una gran cantidad de fósiles marinos, particularmente turritelas, bivalvos y trivalvos, ya que una de las reglas inamovibles era no llevarnos nada de lo que ahí encontráramos. Regresamos a San Juan Raya desmañanados y cansados por una caminata de casi cinco horas, pero felices por haber descubierto tantas muestras de vida marina fósil y vegetal en el otrora océano de esa región. Doña Virginia nos tenía preparados unos huevitos revueltos con flor de yuca, frijoles, tortillas hechas a mano, café para los adultos y chocolate para los niños. Posteriormente, tomamos dos talleres; en el primero de ellos, dos artesanas nos enseñaron a tejer con palma unos grillos fantásticos y en el segundo, Félix (nuestro guía de la caminata) nos enseñó como realizar réplicas de fósiles encontrados en la región y que el resguarda celosamente en su taller. Después de descansar, comer, y recuperar energías, Daniel, un joven guía del pueblo que durante la semana estudia la preparatoria en una locación relativamente cercana, nos hizo el favor de conducirnos al Parque de las Turritelas, al que entramos cruzando un bamboleante puente colgante. Es importante comentarles que en este parque, absolutamente limpio, es más difícil encontrar una piedra que un fósil marino, ya que está plagado de ellos. En el lecho de un río seco tuvimos la fortuna de ver las huellas dejadas por unos Apatosaurios, y la emoción de conocer y abrazar árboles “pata de elefante” centenarios y en algunos casos milenarios. Una vez concluida la visita, Daniel nos llevó a conocer el Museo Paleontológico de San Juan Raya, en donde encontramos múltiples muestras de la vida animal marina y terrestre de la región, un ejemplo de las costumbres funerarias de los antiguos habitantes y diversos utensilios tradicionales de uso cotidiano. Regresamos a nuestro campamento bastante cansados y deseosos de cenar, prender la fogata e irnos a dormir, ya que a la mañana siguiente desmontaríamos el campamento, para iniciar el regreso a Valle de Bravo. Puedo asegurarles que ninguno de los que viajamos por este túnel del tiempo hasta San Juan Raya regresamos siendo las mismas personas. El aprendizaje, la corroboración vivencial de lo previamente estudiado, el disfrute de la cocina tradicional, en la que nunca faltaron las flores de cacaya, yuca y sábila, las nieves de motocicleta de Don Chuy, el pan dulce de burro (llamado así por que se transportaba en es animal), los frijoles con epazote, el café de olla y el chocolate calentito, pero sobre todo la oportunidad de conocer y convivir con gente sencilla, cálida y educada, sin duda nos transformaron. Gracias San Juan Raya. Por Manuel García Rodríguez Los comentarios están cerrados.
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Julio 2018
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